martes, 28 de septiembre de 2021

Un debate de calidad para una educación de calidad por J. A. Aunión - El País


“He pasado suficiente tiempo investigando experiencias educativas diversas como para saber que no hay modelo perfecto”. No lo digo yo —aunque estoy muy acuerdo—, sino el argentino Germán Doin, activista de la educación libre e investigador de la educación alternativa (así se presenta en Twitter) que hace nueve años causó un gran estruendo en el mundo de la enseñanza con su documental La educación prohibida. En él planteaba que el sistema educativo, sustancialmente igual a cómo era ya en el siglo XIX, con sus sistemas rígidos de cursos y asignaturas, ya no sirve, no funciona.

Su crítica llegó a muchísima gente. Un mes y medio después de estrenarlo en agosto de 2012, cuando publiqué un artículo al respecto, llevaba ya 3,6 millones de visualizaciones en YouTube; ayer se acercaba a los 22 millones y medio. Así que, aunque se pueden discutir y matizar muchas de las críticas y de las pedagogías alternativas que se proponen en el documental, sin duda ha tenido éxito en la intención que confesó desde el primer momento: fomentar el debate educativo.

Y aquí es donde quiero volver a la frase del principio (con la que Doin arrancaba hace unas semanas la presentación de un curso sobre pedagogías alternativas) y conectarlo con la necesidad de un debate de calidad: si queremos una educación de calidad, quizá la discusión previa también debería tenerla.

En los próximos meses habrá un debate de gran intensidad, a cuenta, entre otras cosas, de los desarrollos de la nueva ley educativa, que en muchos sentidos flexibiliza algunas de esas rigideces que se viene criticando desde hace tanto tiempo. Ayer se conocieron los planes del Ministerio de Educación para establecer las asignaturas de infantil a bachillerato, tema controvertido porque siempre hay a quién le sobra alguna materia y alguien al que le faltan. Y más peliagudo será cuando haya que repartir el tiempo de clase entre las materias, pues todo el mundo suele defender que esta o aquella es la más importante, y no esa otra que tiene una hora más a la semana... Veremos.

De momento, ya se lleva semanas discutiendo sobre el decreto evaluación y promoción, que el Gobierno prevé aprobar próximamente y con el que ya no dependerá directamente del número de suspensos del alumno, sino de lo que el equipo de profesores considere que será más beneficioso para su trayectoria académica. Los profesores tienen visiones muy distintas sobre este asunto, y seguramente habrá que discutir mucho todavía, pero ojalá que sea un poco más en la primera acepción de este verbo: “Examinar atenta y particularmente una materia”.

Pero no tiene mucha pinta de que vaya a ser así. Hace unas semanas, Toni Solano, profesor de Lengua y Literatura de un instituto de Castellón, reflexionaba en una tribuna en El Diario de la Educación sobre cómo se está polarizando y enfangando el debate entre docentes en las redes sociales, donde las discusiones acaban teniendo como único objetivo “destruir retóricamente al contrario, sin dejar espacio a la reflexión pausada o al justo medio”. Y advertía: “La primera tentación es pensar que solo afecta a esos docentes que se asoman a las redes a dar su opinión [...] Sin embargo, tal vez no sea así y lo que estamos viendo en las redes sociales es espejo de lo que ocurre en la vida real”.

En los medios de comunicación muchas veces vamos con prisas y en ocasiones podemos contar las cosas atropelladamente, pero en EL PAÍS EDUCACIÓN nos esforzaremos por explicar los asuntos de la mejor manera posible y desde todos los puntos de vista, para intentar contribuir a esa reflexión pausada y acercarnos todo lo que podamos al justo medio. Entre otras cosas porque, a la espera de que me demuestren lo contrario, no hay modelo perfecto.

Si quieres profundizar en este tema, aquí dejo algunos artículos:

Y aquí va una selección de temas educativos publicados la última semana en EL PAÍS:

Muchas gracias por seguirnos. Volveremos con esta newsletter la semana que viene.

Hervaciana de Gonzalo Hidalgo Bayal

 No acostumbra dar ruedas de prensa, no hace presentaciones de libros y está considerado, al menos por la crítica especializada, como un autor de culto, o el mejor escritor secreto de España como le han llamado otros, pero al que un público inmensamente mayoritario sigue dándole la espalda, un escritor que, además, todavía no ha logrado ningún gran premio literario y al que la revista cultural ‘Turia’ le dedicó este año un monográfico. Ese escritor es Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950), que este septiembre ha publicado ‘Hervaciana’ (Tusquets), libro en el que, como páginas arrancadas de un álbum, evoca sus años de estudiante en el internado del Real Colegio de San Hervacio, en el que hilvana historias a modo de cuentos, empezando por la de Adames, un alumno tres cursos mayor que él al que bautizó como’ el’ poeta, al que admiraba y con el que compartió momentos llenos de literatura, al que buscó, durante un tiempo, en los catálogo de libros, pero que nunca encontró y del que echa de menos «lo que hubiera escrito, lo que hubiera seguido escribiendo, lo que pudiera estar escribiendo ahora...!».

La editorial se refiere al libro en estos términos: «Este es en apariencia un libro de evocaciones sobre los compañeros y maestros del autor en el Real Colegio de San Hervacio, un internado extremeño en pleno franquismo. Surgidas de la memoria involuntaria que activan ciertos nombres o algunos objetos, propiciadas por reencuentros inesperados años más tarde, sus historias recrean escenas de una edad febril y atemorizada, en un universo colectivo de pupitres, recreos y dormitorio común. Y nos hablan de un tiempo de formación y descubrimiento del mundo, pero también de la vida encogida y avergonzada de los más humildes, del descaro de los afortunados, de las resistencias obstinadas o la sumisión callada, de los júbilos de las mañanas y los llantos de la noche, de los regresos y las despedidas. Con la voluntad de redescubrir y comprender lo ocurrido, cada relato del extremeño sigue el hilo hasta un verdadero desenlace. Y lo más importante, con la prosa más deslumbrante, cada historia nos habla de la forja del carácter, de cómo, con su fortuna o su condena, condiciona nuestra vida posterior».

Y precisamente, al asistir a un funeral, ahora en la plenitud de los días, le viene la memoria el relato de Pastor, ese compañero con el que jugaba, ese compañero al que no eligió para formar un grupo para charlar, debatir o comentar (Pastor sí lo escogió a él) , ese del que apenas sabía cuatro o cinco datos, ese mismo «Al que nunca he olvidado y que estas páginas son la forma de pregonarlo». Este es el segundo capítulo, al que le siguen otro sobre el compañero Buendía, al que acusaron de robar dinero de la mesilla de Cantilejo, hasta llegar al número 13, el dedicado al Cancerbero, o lo que es lo mismo a Saturnino, el portero, de 40 años, discapacitado al que le gustaba ser tanto portero del colegio como de los partidos que jugaban en los recreos, ese mismo que un día llegó por sorpresa y con la misma sorpresa comprobaron que había desaparecido con el tiempo. Nunca más volvieron a saber de él, «como tampoco volvimos a saber de la mayoría de quienes habíamos pasado allí aquellos años, tan tristes y felices como perdidos e irrecuperables». Constatación esta con la que da por concluido ‘Hervaciana’.

Muy particular

Este libro de cuentos es, en opinión de la librería La llar del libre, muy particular. No solo, explica, por su unidad temática, debida a que todos ellos tratan sobre los años pasados por el autor y narrador (la misma persona en este caso) en el citado colegio, su vida y la de sus condiscípulos y maestros, sino también «por ser un raro ejemplo de lo que suele llamarse «fiction-non-fiction», que generalmente trata de asuntos públicos o al menos de ‘sucesos’ (como ‘A sangre fría’), pero que en este caso se dedica a un mundo privado, íntimo, cuya experiencia se intenta restaurar con la mayor fidelidad que sea posible, si bien fragmentariamente y con un amplio espacio para la duda y la cavilación».

Esto, que podría hacer de ‘Hervaciana’ más bien un libro de memorias, es, sin embargo, «lo que convierte estos recuerdos en relatos. Todo lo que se cuenta es cierto y hasta el más mínimo detalle conjetural es escrupulosamente señalado como posibilidad no comprobada. Es decir, no hay hechos de ficción en estas páginas. Sin embargo, como en la ‘fiction-non-fiction’ referida, todo es narrado con los recursos de la ficción -personajes, anécdotas, desarrollo- y es al fin el ‘rechazo’ de la ficción lo que determina que estas evocaciones sean cuentos. Ya que, en lugar de procurar despertar y aumentar el interés de su narración con los recursos de intriga y suspenso propios de la ficción, Hidalgo Bayal hace de la voluntad de redescubrir y comprender lo ocurrido el hilo de cada relato. Es esto lo que está detrás de la acumulación de detalles y de las digresiones, pero es también lo que da forma al relato y, sobre todo, lo que conduce a cada uno de ellos a una conclusión, un verdadero desenlace», concluye la librería en su web.

Recomendado por la revista literaria Zenda, este ¡nuevo libro del autor de ‘Nemo’ o ‘Campo de amapolas blancas’ (en el que también hace referencia a su paso por el San Hervacio y en el que narra la historia de amistad de dos niños que se conocen en ese este colegio religioso) no es igual a otro libro que me viene a la cabeza, ‘Balcón en invierno’, de su amigo y admirador autor extremeño Luis Landero. Ambos son distintos, pero ambos nos llevan con nostalgia a la memoria del pasado, a la memoria de lo vivido y sentido.

Más información sobre Hervaciana en:

https://www.elimparcial.es/noticia/230744/los-lunes-de-el-imparcial/gonzalo-hidalgo-bayal:-hervaciana.html


Landero, Centrifugado por Gonzalo Hidalgo Bayal

Solo quienes sean lo suficientemente veteranos además de extremeños, diría incluso que veteranos escritores extremeños, recordarán a estas alturas los debates que se mantuvieron hace años en torno a una cuestión que entonces, con la euforia de las autonomías, parecía fundamental, a saber: en qué consistía la literatura extremeña y a quiénes podía considerarse escritores extremeños: de hecho y de derecho. Hablábamos de literatura extremeña y de autores extremeños o vinculados a Extremadura con una pasión y una energía que no dejaba de ser el reconocimiento subterráneo de una evidencia y no sé si también de un complejo: que, aplicado al sustantivo «escritor», el adjetivo «extremeño» no era tanto una adscripción geográfica como una descalificación literaria, una rémora de los antiguos poetas dialectales y de los no tan viejos novelistas que se sumaron a las corrientes regionalistas, «abrazados», como dijo uno de ellos, «a la mismidad telúrica de Extremadura», una vinculación negativa a ciertas connotaciones del paisaje histórico de la región: bellotas, cerdos, encinas, alcornoques y conquistadores. Subyacía en el fondo una certeza: que la literatura que pudiera estarse escribiendo entonces en Extremadura tal vez no fuera estrictamente marginal, pero sí desde luego marginada. Acomodando las palabras a este encuentro, bien podría decirse que era una «literatura centrifugada» con la aspiración de alcanzar alguna homologación con la «literatura centrípeta».

Pues bien, en este contexto apareció en 1989 la primera novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía, y quizás no haga falta ser tan veterano para saber que fue un éxito inmediato, un éxito culto y un éxito popular, tan mayoritario y sorprendente como apenas ha habido otros dos o tres desde entonces y nunca tan de buenas a primeras. La novela fue premio de la Crítica y premio Nacional de Narrativa e inauguró la trayectoria de un novelista que ha seguido incrementando con regularidad una obra personal, inconfundible, comprensiva y bondadosa, en la que se observa el mundo con piedad y con melancolía, y que a los reveses de la vida opone el consuelo de sus pequeñas compensaciones. Allí surgió el primer héroe landeriano, el que se debatía entre las asperezas de la realidad y los entusiasmos del afán, Gregorio Olías. Y fue precisamente entonces (esa es al menos mi percepción) cuando el adjetivo «extremeño» cambió de sentido y regresó al origen y a la denotación. Hubo reseñas, entrevistas y apariciones estelares de Landero en diferentes medios y en todos se señalaba siempre su origen extremeño. El éxito del libro más la conexión del autor con Madrid, donde vivía, y con Alburquerque, donde nació, hicieron el resto y, libre de connotaciones, el sintagma «escritor extremeño» dejó de ser un estigma hereditario.

A propósito de esta suerte de absolución del adjetivo alguna vez me he permitido bromear recurriendo, por una parte, a ciertos dichos de la sabiduría popular, como que «un clavo saca otro clavo» o que «no hay mejor cuña que la de la misma madera», y, por otra, a los azares de la etimología, pues no deja de ser casualidad o paradoja o, mejor aún, justicia poética, que la palabra «landero» venga precisamente del latín glans, glandis, que significa ‘bellota’ como bien puede verse en un verso de Berceo: «todos corrién a elli como puercos a landes» (726b), como se advierte en el portugués «landeira» (alcornocal) o como documenta ampliamente Corominas.

A Gregorio Olías le siguieron, con cierta regularidad, «los heterónimos del héroe», la nómina de personajes literarios que uno (hablo por mí) ha ido guardando luego en la memoria y hacia los que siente una innegable simpatía y piedad, la misma piedad que el autor: Belmiro Ventura y Esteban Tejedor en Caballeros de fortuna, Matías Moro en El mágico aprendiz, Emilio y Raimundo en El guitarrista, Dámaso Méndez en Hoy, Júpiter, el hombre inmaduro que en las últimas traza su retrato, Lino en Absolución, incluso el Manuel Pérez Aguado de Entre líneas o el narrador de El balcón en invierno, y así hasta llegar al Hugo Bayo de La vida negociable, el último heterónimo hasta el momento, el muchacho que se entrega a una infancia y una adolescencia de pícaro madrileño y al que la vida condena luego a los primores de la peluquería, todos ellos, a la postre, yendo sucesivamente de la euforia al abatimiento y volviendo del abatimiento a la euforia en el caprichoso círculo de la existencia y todos ellos empeñados en una interpretación errónea de la realidad que les lleva a esos altibajos de los que solo los salva la voz, el tono y la mirada del autor. No es ningún disparate decir que hay un «Mundo Landero», autónomo y reconocible, vigorosamente asentado en la literatura de los últimos treinta años, y que si el Premio Centrifugados no fuera tan reciente hubiera ido a parar sin duda a cada una de sus novelas anteriores. Ha querido José María Cumbreño que Centrifugados se cierre con un premio literario y ha querido el jurado que este año corresponda con todos los honores a La vida negociable. No hay más que decir. Enhorabuena a ambos: a Centrifugados y a Luis Landero.

Plasencia, 25 de febrero de 2018